Por: Diego M. Rojas
El paso del tiempo es implacable con todo y con todos, por eso es importante reconocer que el rostro que vive dentro del espejo es algo más que un reflejo; piensa, se emociona y siente, además lo hace diferente a los 15, a los 30 o a los 60 años.
Mediante el texto descriptivo en su forma de autorretrato, encuentras a continuación el registro en mi memoria de como soy y como he llegado a serlo. Tal vez algún día podamos encontrarnos y juntos valorar que tan acertado fue, es o seguirá siendo.
UN GIRO MAS... ¿O MENOS?
Mi nombre es Diego Mauricio, van contados 35 giros alrededor del sol luego de mi llegada al mundo, podrían ser cientos si se contaran las experiencias vividas o muy pocos si se juzga la inocencia de mi mirada y mi profunda confianza en el ser humano. Mi infancia fue feliz. De ella guardo la cicatriz en mi ceja derecha por una guerra de piedras que perdí y un tabique torcido (recuerdo de uno de mis hermanos) que uso como soporte para mis lentes en un vano intento por combatir la miopía, como si hubiese mucho que ver, mi cabeza es redonda, la larga cabellera que hace veinte años se sostuvo de ella desapareció y su lugar lo ha tomado una frente amplia por la que aun cruzan las ideas más locas. La boca que antes emitía gritos iracundos ahora casi no se mueve, los labios aprendieron a estar quietos y su raro uso se debe a alguna sonrisa momentánea. Mi barriga es redonda, no tengo nada contra ella porque la comida me encanta y me niego rotundamente a seguir ninguna rutina de ejercicio. Diariamente en lo que parece una tarea de obligatorio cumplimiento, destruyo un poco mis pulmones, tal vez por esconder mi timidez, tal vez por el gozo que me dan las formas que hace el humo o simplemente por disfrutar de la nicotina. Mis manos me gustan. Mis brazos tienen extraños tatuajes cuyo significado ya olvidé.
Muy pronto en mi vida fui atropellado por gonzaloarango y su banda de poetas-locos-alucinados quienes encontraron en este niño rebelde de catorce años tierra fértil para sus ideas, luego de ellos tuve la tragedia de emborracharme con Baudelaire en las altas madrugadas bogotanas, de compartir la depresión de Edgar Allan Poe en las oscuras calles de la candelaria y la exquisita compañía de Bukowsky en los bares obreros del centro, así fue mi juventud, siempre desencajando, siempre disidente, siempre perdido en mi cabeza; afortunadamente nunca fui el genial poeta que quise, el mundo se lo perdió, preferí dejar esa tarea a los verdaderos genios cuyos libros me acompañan; aunque no salí de allí sin heridas, quede adicto y todos los días necesito una dosis certera de Borges en la mañana, un poco de Neruda en la noche, algo de Cavafis de vez en cuando, mucho Cesar Vallejo y por supuesto la indispensable presencia de Whitman cada que el mundo quiere mostrarme su cara. Ellos son los maestros que cada día me acompañan.
Soy en general un ser que nunca quiso acoplarse, no tengo amigos ni me interesa tenerlos, solo me interesa de entre los 7.000 millones de habitantes del planeta, mi hijo, por quien sin dudarlo haría todo. Los corazones que rompí y el mío, que también estuvo en alguna ocasión roto, ya parecen recuperados. Ahora veo la vida como una autopista tranquila, la recorren muchos conductores borrachos y carros viejos, es un increíble caos que sin notarlo sigue el más estricto orden y nada esta nunca fuera de lugar. Así en un sosegado eterno retorno espero las próximas 35 vueltas al sol.
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